Por John Hersey (Artículo de 1946) Fuente : LE MONDE DIPLOMATIQUE. Agosto de 2005
A
las 8h 15 de la mañana, el 6 de agosto de 1945, el bombardero
estadounidense bautizado Enola Gay, piloteado por el comandante Paul
Tibbets, lanzaba sobre la ciudad japonesa de Hiroshima la primera bomba
nuclear de la historia. Era el fin de la Segunda Guerra Mundial y el
comienzo de la era atómica. La bomba mataría de un solo golpe a cien mil
personas, provocando formas hasta entonces desconocidas de sufrimiento
humano. El estadounidense John Hersey fue uno de los primeros
periodistas extranjeros que llegó al lugar de la explosión. Su
testimonio, publicado inicialmente en el New Yorker, es considerado como
un clásico de los reportajes de guerra.
Esa mañana, antes de las
seis, el día era tan luminoso y hacía tanto calor que la jornada se
anunciaba tórrida. Unos instantes más tarde se oyó una sirena: su ulular
durante un minuto anunciaba la presencia de aviones enemigos, pero su
brevedad indicaba también a los habitantes de Hiroshima que el peligro
no era grande. Pues cada día sonaba la sirena a la misma hora, cuando el
avión meteorológico estadounidense se acercaba a la ciudad.
Hiroshima
tenía la forma de un ventilador: la ciudad estaba formada por seis
islas separadas por los siete ríos del estuario que se ramificaban hacia
el exterior, a partir del río Ota. Los barrios más poblados y
comerciales ocupaban más de seis kilómetros cuadrados en el centro del
perímetro urbano. Allí vivían las tres cuartas parte de sus habitantes.
Varios programas de evacuación habían reducido considerablemente esa
población, que había pasado de 380.000 personas antes de la guerra, a
unas 245.000.
Las fábricas y los barrios residenciales, al igual
que los suburbios populares, se hallaban fuera de los límites urbanos.
Al sur estaban el aeropuerto, los muelles y el puerto sobre el mar
interior salpicado de islas (1). Una cadena montañosa cierra el
horizonte en los tres lados restantes del delta.
La mañana había
vuelto a ser apacible, tranquila, y no se oía ningún ruido de avión.
Entonces, repentinamente, el cielo estalló en un flash luminoso,
amarillo y brillante como diez mil soles (ver recuadro). Nadie recuerda
haber escuchado el menor ruido en Hiroshima cuando estalló la bomba.
Pero un pescador que se hallaba en su barca, cerca de Tsuzu, en el mar
interior, vio el resplandor y oyó una explosión terrible. Estaba a 32
kilómetros de Hiroshima y -según dijo- el ruido fue mucho más
ensordecedor que cuando los B-29 habían bombardeado la ciudad de
Iwakuni, situada a sólo ocho kilómetros.
Una nube de polvo
comenzó a levantarse sobre la ciudad, ensombreciendo el cielo como en
una suerte de crepúsculo. Un grupo de soldados salió de una trinchera;
sus cabezas, pechos y espaldas chorreaban sangre; estaban callados y
aturdidos. Era una visión de pesadilla. Sus rostros estaban
completamente quemados, las cuencas de sus ojos vacías, y el fluido de
sus ojos derretidos, corría por sus mejillas. Seguramente estaban
mirando el cielo en el momento de la explosión. Sus bocas eran apenas
llagas inflamadas cubiertas de pus...
Las casas ardían, mientras
comenzaban a llover gotas de agua del tamaño de una bola de billar. Eran
gotas de humedad condensada que caían del gigantesco hongo de humo,
polvo y fragmentos en fisión que ya se alzaba varios kilómetros sobre
Hiroshima.
Las gotas eran demasiado grandes para ser normales.
Alguien se puso a gritar: "Los estadounidenses nos bombardean con
gasolina. Quieren quemarnos". Pero eran evidentemente gotas de agua, y
mientras caían, el viento comenzaba a soplar cada vez más fuerte,
posiblemente a causa de la formidable corriente de aire provocada por la
ciudad en llamas. Arboles inmensos caían a tierra; otros, menos
grandes, eran arrancados de raíz y lanzados al aire, donde el torbellino
de un huracán enloquecido hacía girar restos dispersos de la ciudad:
tejas, puertas, ventanas, ropa, alfombras...
Cerca de 100.000 de
los 245.000 habitantes de Hiroshima resultaron muertos o con heridas
mortales en el mismo instante de la explosión. Otros 100.000 quedaron
heridos. Al menos 10.000 de esos heridos, los que aún podían
desplazarse, se dirigieron al hospital central de la ciudad, que no
estaba en condiciones de recibir semejante multitud. De los 150 médicos
de Hiroshima, 65 habían muerto y todos los otros estaban heridos. Y
sobre las 1.780 enfermeras, 1.654 habían resultado muertas o con heridas
que les impedían trabajar. Los pacientes llegaban arrastrándose y se
instalaban en cualquier lugar, agachados o acostados sobre el piso de
las salas de espera, en pasillos, laboratorios, habitaciones, escaleras,
en la entrada, en la puerta del garaje, en el patio, y aún afuera,
hasta donde se alcanzaba a ver, en las calles en ruinas... Los menos
afectados socorrían a los mutilados.
Familias enteras, con los
rostros desfigurados, se ayudaban mutuamente. Algunos heridos lloraban,
la mayoría de ellos vomitaba. Otros tenían las cejas quemadas, y la piel
despegada en el rostro y en las manos. Había quienes, a causa del
dolor, mantenían los brazos en alto como sosteniendo una carga con sus
manos. Si se tomaba a un herido por la mano, la piel se despegaba en
grandes pedazos, como si fuera un guante...
Efectos a corto y largo plazo
Muchos
estaban desnudos o con la ropa hecha jirones. Las quemaduras, primero
amarillas, luego se tornaban rojas, se hinchaban, y comenzaban a
supurar, exhalando un olor nauseabundo. Sobre algunos cuerpos desnudos,
las quemaduras habían dibujado las líneas de la ropa que llevaban. Sobre
la piel de algunas mujeres podía verse el dibujo de las flores de su
kimono, ya que el blanco había reflejado el calor de la bomba mientras
que el negro lo había absorbido contra la piel. Casi todos los heridos
caminaban como sonámbulos, con la cabeza erguida, en silencio y con la
mirada perdida.
Todas las víctimas quemadas o expuestas a la
explosión, habían recibido dosis de radiación mortales. La
radioactividad destruía las células, provocaba la degeneración de su
núcleo y rompía sus membranas. Quienes no murieron inmediatamente o no
resultaron heridos, no tardaron en enfermarse. Tenían náuseas, fuertes
dolores de cabeza, diarrea, fiebre; síntomas que duraban varios días. La
segunda fase comenzó diez o quince días después de la bomba: primero
comenzaban a perder el cabello, y luego vinieron diarreas y accesos de
fiebre de hasta 41°.
Entre veinticinco y treinta días después de
la explosión aparecían los primeros problemas sanguíneos: las encías
sangraban y el número de glóbulos blancos disminuía dramáticamente, a la
vez que se rompían los vasos sanguíneos de la piel y de las mucosas. La
baja de glóbulos blancos reducía la resistencia a las infecciones; la
más mínima herida necesitaba semanas para cicatrizarse, y los pacientes
desarrollaban persistentes infecciones de la garganta y de la boca.
Luego de la segunda etapa -si el paciente aún sobrevivía- aparecía la
anemia, la baja de glóbulos rojos. En esa fase, muchos enfermos murieron
por infecciones pulmonares.
Todos aquellos que habían decidido
descansar luego de la explosión tenían menos posibilidades de enfermarse
que quienes se mostraron muy activos. Era raro que cayeran los cabellos
grises. Pero el aparato reproductor resultó afectado de modo duradero:
los hombres se volvieron estériles, todas las mujeres embarazadas
abortaron, mientras que las que estaban en edad de procrear constataron
que su ciclo mentrual se había detenido...
Los primeros
científicos japoneses llegados al lugar pocas semanas después de la
explosión comprobaron que el flash de la bomba había aclarado el color
del cemento. En ciertos lugares, la bomba había impreso la sombra de los
objetos iluminados por su resplandor. Así, los expertos hallaron fijada
sobre el techo de la Cámara de Comercio la sombra que había dejado la
torre del edificio. También se encontraron siluetas humanas recortadas
contra las paredes, como negativos fotográficos. En la zona central de
la explosión, sobre el puente cercano al Museo de Ciencias, un hombre y
su carro quedaron proyectados como una sombra bien definida, en la que
puede verse al personaje dispuesto a azotar a su caballo en el momento
en que la explosión literalmente los desintegró...
Nota: 1
NDLR. Hiroshima se halla en el sudeste de la isla de Hongshu, la mayor
del archipiélago nipón, junto al mar interior formado por dicha isla y
las de Shikoku y Kyushu. *John Richard Hersey (1914-1993), periodista
de Time Magazine y de New Yorker. Autor de A Bell for Adano, (Premio
Pulitzer, 1945) y de Hiroshima (Nueva York, 1946) de donde provienen los
extractos que aquí publicamos. Hersey consagró su vida a la lucha
anti-nuclear. Traducción: Carlos Alberto Zito